Parece mentira que ya empiece a ver cerca el final de mi estancia en Ecuador, pues yo me siento dividida entre las preguntas y el disfrute, entre la impotencia por sentir que no sé abarcar la realidad que me rodea, y un cariño inmenso por estos niños que me enseñan a QUERER y que no hacen falta cosas, sino estar, sonreír, jugar, escuchar,…
Estos días, en la escuela y en el proyecto por las tardes, abro bien los ojos para tratar de grabar en mí los rostros de la llegada de los niños sonrientes, bien peinados y que saludan con un abrazo a los profesores que les reciben. Trato de grabar el momento de la oración, todos juntos en la cancha, con las manos unidas para agradecer un nuevo día; o los juegos en el receso, en que todos corren, juegan, ríen y cómo no, alguna discusión también se escapa. Pero si algo atrapa mi atención estos días y me hace abrir el corazón y los ojos, son las calles, las casas y la vida en el barrio.
Cada día subo a la escuela por una calle asfaltada, pero durante el camino, voy girando mi cabeza para mirar esas calles que se abren a los lados de tierra, esas que atisbo al otro lado de la carretera en las que no hay asfalto, y siento que me atrapan: ¿cómo es la vida en ellas? ¿qué pasa cuando llueve? ¿Jugarán en ella los niños al salir de la escuela? ¿cuántos de los niños que trato vivirán en ellas?
También me atraen la mirada y el corazón las casas de caña. Algunas me sorprenden por su belleza y sus detalles, pero otras por su pobreza, generando en mí una sensación difícil de describir. No puedo evitar preguntarme cómo será su interior, si habrá muchas o pocas habitaciones, qué muebles tendrán… Me ha sorprendido y multiplicado las preguntas descubrir que, si continúo más arriba de la escuela (donde viven muchos de los niños con los que cada día trato) son muchas las casas de este tipo. ¿Cómo es vivir en una casa de cañas? ¿Qué se siente cuando llueve? ¿Y cuando hay un temblor? Sólo sé decir que algo se remueve en mí tratando de imaginarlo, pero sin conseguirlo, y recordando mi casa en España.
Pero si todo esto me atrae y me genera preguntas, muchas más me provocan la vida en el barrio, las familias, las madres. Veo madres muy jóvenes que traen, que recogen a sus niños, que vienen a alguna formación que les proporciona el proyecto al que acuden sus hijos por las tardes, y otras que no muestran mucho interés por esos pequeños que les llaman “mamá”. Tras sorprenderme por la edad, surgen las preguntas: ¿En qué ocupan sus días? ¿A qué se dedican las madres en este barrio? ¿Cuáles son sus principales preocupaciones e intereses? También me pregunto por sus estudios, ¿cuándo los dejarían? ¿Alguna vez soñaron con estudiar una carrera o con alguna profesión? ¿Qué esperan de la vida? Esta pregunta creo que es la que más me taladra por dentro. ¿Qué es la vida? ¿Qué esperan de ella?
Al bajar con Marbelys en el carro veo a una familia entera sentada en la acera, no sé si jugando, si conversando, o si mirando no sé qué, pero a mí me levantan las preguntas: ¿A qué se dedican? ¿Qué esperan de la vida, del futuro? Y sin darme cuenta, la pregunta me vuelve como un silencioso boomerang: ¿y yo? ¿qué es para mí la vida? ¿qué espero yo de ella? ¿En qué me ocupo? Y parece que todo me da vueltas… No tengo respuestas y no sé si las tendré. Esto ha sido tema de conversación entre nosotras, pero también en el proyecto, con Lucía y con Yadira, que comparten respuestas pero también inquietudes. La verdad es que creo que de momento sólo me toca sostener las preguntas y abrir los ojos y el corazón, en este tiempo que me queda, para grabar tanto cariño recibido y, desde ahí, tratar de conocer un poquito más.
Una voluntaria en Ecuador’22
PD: Por compartir, también, algo de lo realizado en estos días, te cuento que hemos diseñado y pintado el muro de la escuela con los alumnos de 10º
Hemos pasado un día en la playa conociendo San Clemente,
O que hemos despedido con cariño y agradecimiento a Marbelys, que visita a su familia, y a Marta.